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Caminemos juntos como discípulos y misioneros

En esta catequesis sobre la familia hablamos de los niños

Al comienzo del Año Litúrgico 2015, el Papa Francisco decidió dedicar la Audiencia de los Miércoles a reflexionar sobre la familia, con miras al Sínodo Ordinario de la Familia que se realizará del 4 al 25 de octubre de 2015. A continuación te presentamos la Catequesis del Papa Francisco sobre este importantísimo tema para la sociedad y el mundo de hoy. (5)

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Después de haber pasado revista a las diversas figuras de la vida familiar –madre, padre, hijos, hermanos, abuelos–, quisiera concluir este primer grupo de catequesis sobre la familia hablando de los niños. Lo haré en dos momentos: hoy me centraré en el gran don que son los niños para la humanidad –es verdad, son un gran don para la humanidad, pero son también los grandes excluidos porque ni siquiera les dejan nacer–; y próximamente me detendré en algunas heridas que lamentablemente hacen mal a la infancia. Me vienen a la mente muchos niños con los que me he encontrado durante mi último viaje a Asia: llenos de vida y entusiasmo; y, por otra parte, veo que en el mundo muchos de ellos viven en condiciones no dignas… En efecto, del modo en el que son tratados los niños, se puede juzgar a la sociedad, pero no sólo moralmente, también sociológicamente, si se trata de una sociedad libre o una sociedad esclava de intereses internacionales.

En primer lugar, los niños nos recuerdan que todos, en los primeros años de vida, hemos sido totalmente dependientes de los cuidados y de la benevolencia de los demás. Y el Hijo de Dios no se ahorró este paso. Es el misterio que contemplamos cada año en Navidad. El “belén” es el icono que nos comunica esta realidad del modo más sencillo y directo. Pero es curioso: Dios no tiene dificultad para hacerse entender por los niños, y los niños no tienen problemas para comprender a Dios. No por casualidad en el Evangelio hay algunas palabras muy bonitas y fuertes de Jesús sobre los «pequeños». Este término «pequeños» se refiere a todas las personas que dependen de la ayuda de los demás, y en especial a los niños. Por ejemplo, Jesús dice: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Y dice también: «Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18, 10).

Por lo tanto, los niños son en sí mismos una riqueza para la humanidad y también para la Iglesia, porque nos remiten constantemente a la condición necesaria para entrar en el Reino de Dios: la de no considerarnos autosuficientes, sino necesitados de ayuda, amor y perdón. Y todos necesitamos ayuda, amor y perdón.

Los niños nos recuerdan otra cosa hermosa, nos recuerdan que somos siempre hijos: incluso cuando se llega a la edad de adulto, o anciano, también si se convierte en padre, si ocupa un sitio de responsabilidad. Por debajo de todo esto permanece la identidad de hijo. Todos somos hijos. Y esto nos reconduce siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado nosotros mismos, sino que la hemos recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que nos ha sido dado. A veces corremos el riesgo de vivir olvidándonos de esto, como si fuésemos nosotros los dueños de nuestra existencia y, en cambio, somos radicalmente dependientes. En realidad, es motivo de gran alegría sentir que en cada edad de la vida, en cada situación, en cada condición social, somos y permanecemos hijos. Este es el principal mensaje que nos dan los niños con su presencia misma: sólo con ella nos recuerdan que todos nosotros y cada uno de nosotros somos hijos.

Y son numerosos los dones, muchas las riquezas que los niños traen a la humanidad. Recordaré sólo algunos.

Portan su modo de ver la realidad, con una mirada confiada y pura. El niño tiene una confianza espontánea en el papá y en la mamá; y tiene una confianza natural en Dios, en Jesús, en la Virgen. Al mismo tiempo, su mirada interior es pura, aún no está contaminada por la malicia, la doblez, las «incrustaciones» de la vida que endurecen el corazón. Sabemos que también los niños tienen el pecado original, sus egoísmos, pero conservan una pureza y una sencillez interior. Pero los niños no son diplomáticos: dicen lo que sienten, dicen lo que ven, directamente. Y muchas veces ponen en dificultad a los padres, manifestando delante de otras personas: «Esto no me gusta porque es feo». Pero los niños dicen lo que ven, no son personas dobles, no han cultivado aún esa ciencia de la doblez que nosotros adultos lamentablemente hemos aprendido.

Los niños –en su sencillez interior– llevan consigo, además, la capacidad de recibir y dar ternura. Ternura es tener un corazón «de carne» y no «de piedra», como dice la Biblia (cf. Ez36, 26). La ternura es también poesía: es «sentir» las cosas y los acontecimientos, no tratarlos como meros objetos, sólo para usarlos, porque sirven…

Los niños tienen la capacidad de sonreír y de llorar. Algunos, cuando los tomo para abrazarlos, sonríen; otros me ven vestido de blanco y creen que soy el médico y que vengo a vacunarlos, y lloran… pero espontáneamente. Los niños son así: sonríen y lloran, dos cosas que en nosotros, los grandes, a menudo «se bloquean», ya no somos capaces… Muchas veces nuestra sonrisa se convierte en una sonrisa de cartón, algo sin vida, una sonrisa que no es alegre, incluso una sonrisa artificial, de payaso. Los niños sonríen espontáneamente y lloran espontáneamente. Depende siempre del corazón, y con frecuencia nuestro corazón se bloquea y pierde esta capacidad de sonreír, de llorar. Entonces, los niños pueden enseñarnos de nuevo a sonreír y a llorar. Pero, nosotros mismos, tenemos que preguntarnos: ¿sonrío espontáneamente, con naturalidad, con amor, o mi sonrisa es artificial? ¿Todavía lloro o he perdido la capacidad de llorar? Dos preguntas muy humanas que nos enseñan los niños.

Por todos estos motivos Jesús invita a sus discípulos a «hacerse como niños», porque «de los que son como ellos es el Reino de Dios» (cf. Mt 18, 3; Mc 10, 14).

Queridos hermanos y hermanas:

Los niños traen vida, alegría, esperanza, incluso complicaciones. Pero la vida es así. Ciertamente causan también preocupaciones y a veces muchos problemas; pero es mejor una sociedad con estas preocupaciones y estos problemas, que una sociedad triste y gris porque se quedó sin niños. Y cuando vemos que el número de nacimientos de una sociedad llega apenas al uno por ciento, podemos decir que esta sociedad es triste, es gris, porque se ha quedado sin niños.

 

Vaticano; Miércoles 18 de marzo de 2015

 

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