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Caminemos juntos como discípulos y misioneros

Muero porque no muero

Cervantes pone en labios de Sancho estas palabras: “La muerte es sorda, y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de prisa, y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras (…) no hay que fiar en la muerte, la cual llama por igual a jóvenes y a viejos”.

Ante esta indiscutible y dolorosa realidad, San Pablo dice: “No queremos que ignoren lo que pasa con los difuntos para que no vivan tristes”. Lo que debemos saber es que Dios, autor amoroso de cuanto existe, no creó la muerte, sino que ésta entró en el mundo a causa del pecado cometido por los primeros humanos. Pero Él la ha vencido enviando a su Hijo, quien, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, ha hecho triunfar para siempre la verdad, el bien y la vida.

Esto es lo que celebramos el 1 de noviembre, Solemnidad de Todos los Santos, día en que, contemplando los frutos de lo que Jesús nos ha alcanzado, recordamos el ejemplo y pedimos la intercesión de aquellos que, habiéndolo seguido por el camino del bien y del amor, al término de su vida terrena han llegado a Dios y ahora son felices para siempre.

Los primeros cristianos celebraban la memoria de los que morían por la fe el día de su martirio. Pero como durante la persecución de Diocleciano el número de mártires aumentó, la Iglesia dedicó un día para celebrarlos a todos, como atestigua San Efrén en un escrito del año 373. En el Siglo IX, Gregorio IV fijó esta celebración para el 1 de noviembre.

El 2 de noviembre recordamos a los difuntos que, habiendo muerto en amistad con Dios, están purificándose de algunas faltas menores para unirse definitivamente a él. Conscientes de que los lazos de amor que nos unieron a ellos en vida no se destruyen con la muerte, pedimos al Señor que les conceda pronto gozar de su presencia para siempre.

Ya en el Antiguo Testamento, Judas Macabeo “mandó hacer un sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado”. Por su parte, los primeros cristianos escribían en la díptica los nombres de los vivos y difuntos por los que se había de rezar. Siguiendo esta tradición, diversas comunidades comenzaron a dedicar un día especial para orar por los difuntos. Así, en el año 980, San Odilón, abad del monasterio de Cluny, eligió el 2 de noviembre para hacerlo, y de ahí se extendió a distintos lugares.

Al morir, nuestra alma inmortal se separa temporalmente de nuestro cuerpo, y va al encuentro con Dios. Pero cuando el Señor vuelva, alma y cuerpo se unirán definitivamente para una vida plena y eternamente feliz con Dios. Este mundo nuevo no es una utopía, sino la certeza que nos ofrece la fe; certeza que nos lleva a una opción de vida: Vivir unidos a Dios y procurar toda clase de obras buenas.

 

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