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Caminemos juntos como discípulos y misioneros

La confianza, esencial en la vida

El maestro de álgebra y trigonometría Aníbal Escobar sintió de pronto, en la mano izquierda, una leve palpitación, algo así como un temblor ligero, pero no le dio importancia. Desde hacía ya más de un mes había notado este extraño temblor en los dedos de las manos, seguido de una no menos extraña sudoración en la planta de los pies. “¿Qué me pasa?”, se preguntaba sobre todo por las mañanas, antes de salir de casa, a la hora del café. Pero eran tantos los quehaceres del día, que luego ya no se acordaba de preguntárselo otra vez.

No es que Aníbal Escobar, profesor de álgebra y trigonometría, fuese un ser despreocupado. ¡Nada de eso! Su obsesión por la salud lo situaba más bien del lado de la hipocondría; pero en esta ocasión, quién sabe por qué razones, el temblor de manos y la sudoración de pies no le preocupó en la misma medida en que le había preocupado el año anterior una gripe que no se le quitaba con nada y que lo dejó en un estado de postración anímica por espacio de dos meses. “¿Será que me he contagiado de esa gripe porcina de la que tanto hablaron hace tiempo los periódicos?”, se preguntó varias veces al día en aquella ocasión; pero como no se sabía la respuesta correcta, acabó olvidándose del asunto.

Con esto quiero decir que la fecha en que dejó de atormentarse a sí mismo coincidió con la de su total y definitiva recuperación. Cuando por fin dejó de moquear y de oír esa especie de silbido que brotaba de su pecho cada vez que respiraba, exclamó aliviado:

– ¡Me he curado por fin! ¡Menos mal que no se ha tratado de una de esas neumonías que los médicos llaman atípicas! ¡Bendito sea Dios!

Pero, en fin, esto era ya agua pasada. Ahora lo que le intrigaba era ese ligero temblor de dedos. “¿Qué me pasa?”, se preguntó al dar un largo sorbo a su café. “¿Qué me está pasando?”, volvió a preguntarse mientras untaba mantequilla a una pieza de pan tostado. Pero luego dieron las 7:15 de la mañana, hora en que tenía que estar ya poniendo en marcha el motor de su auto, y pasó a otra cosa.

Cuando media hora más tarde Aníbal Escobar hizo su aparición en el salón de clases, los alumnos se le quedaron mirando de una manera extraña e inusual. ¿Cómo era eso? A él, Aníbal Escobar, casi nunca lo veían sus alumnos; y cuando hablaba, éstos adoptaban la indiferente actitud de quien oye llover. En vano se desgañitaba, por lo regular, explicándoles cómo se procedía para realizar una sencilla suma de quebrados; pero ahora era distinto. El olor a misterio se percibía clarísimamente en el ambiente. ¿Por qué ese silencio inexplicable? ¿Por qué todos lo miraban a la cara con un interés casi obsceno?

Aníbal Escobar se llevó a la cara la mano derecha en busca de alguna migaja de pan que se hubiera quedado olvidada por allí, entre los bigotes, pero no pudo encontrar nada. Alrededor de su boca no había migajas. ¿Qué era lo que sucedía, entonces?

Como pudo, dio la clase; pero era tan intenso aquel silencio, tan rara aquella atención que le prestaban sus alumnos, que forzosamente tuvo que concluir que las cosas no andaban bien. A las 8:50 sonó la chicharra, pero nadie se movió de sus asientos, y este hecho, que podría parecer anodino, sumió al profesor en un mar de cavilaciones.

– Bien, jóvenes -les dijo con voz apagada-, la clase ha terminado. Para mañana…

Pero ya no pudo proseguir, porque los muchachos seguían observándolo con una extrañeza muy parecida al estupor. Por fin, una joven que llevaba el pelo recogido en bucles al estilo de la pequeña Lulú, levantó el dedo índice de la mano izquierda, se puso de pie y preguntó:

– Maestro, ¿podemos ayudarle en algo?

– ¿Cómo? -preguntó Aníbal. En realidad, fue lo único que acertó a decir.

– Le pregunto a nombre de la clase -volvió a decir la pequeña Lulú- si le podemos ayudar en algo. Es que se ve a las claras que usted no está bien.

– ¿Cómo? -volvió a preguntar el profesor, ahora ya profundamente espantado-. ¿No estoy bien? ¿Se nota que no estoy bien?

– No se preocupe, profesor -siguió diciendo la chica de los bucles-. Cualquiera de nosotros puede ir en este momento a llamar a una ambulancia.

– ¿Por qué una ambulancia? ¿Tan mal me veo?

– Está pálido como un cadáver -dijo otro de los alumnos, un muchacho tan flaco y desgarbado que daba lástima verlo-. ¡No se muera, maestro, por favor!

A estas alturas, Aníbal Escobar sudaba y temblaba como un poseso. La saliva, al pasar por la garganta, hacía un ruido espantoso, y el taconeo de sus zapatos hacía pensar en un hombre que sufriera un Párkinson algo avanzado.

– ¿De… de veras estoy muy pálido, muchachos?

Todos movieron la cabeza afirmativamente.

Luego, Aníbal Escobar ya no supo nada más. En efecto, pronto hubo que llamar a una ambulancia, que lo trasladó de emergencia a un hospital de la ciudad. Cuando recobró el sentido, lo único que pudo ver fue una botella de suero goteando a su cabecera y una docena de batas blancas revoloteando a su alrededor.

¿Qué había pasado? Todo y nada. Todo, porque Aníbal Escobar, al desmayarse, se había hecho una rajadura en la cabeza. Y nada, porque en realidad no había pasado nada: ni se había puesto blanco ni estaba enfermo. Era sólo que sus alumnos habían querido gastarle una broma.

Cuando Aníbal Escobar me contó su historia, cuidé mucho de no reírme. Sólo Dios sabe si, en idénticas circunstancias, no hubiera hecho yo lo mismo que él, es decir, desmayarme.

¡Ah, tener confianza en uno mismo puede ser, en ocasiones, cuestión de vida o muerte! Y desconfiar de uno mismo, también.

 

 

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