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La Belleza de la Liturgia (24). ¿Para qué arrodillarse?

1) Para saber

“La persona nunca es tan grande como cuando se arrodilla”, decía san Juan XXIII. Arrodillarse es una postura humilde de quien se sabe poca cosa ante quien lo es todo, ante Dios.

Habiéndose encarnado Dios, tomando la naturaleza humana, dice san Pablo que ante el “nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor” (Fil 2, 10).

El gesto de arrodillarse, dice el Papa Francisco en su carta sobre Liturgia, debe hacerse con plena conciencia de su significado simbólico y de la necesidad que tenemos de expresar, mediante este gesto, nuestro modo de estar en presencia del Señor (cfr. n.53).

Un mismo gesto puede tener varios significados. Por ejemplo, podemos arrodillarnos para adorar a Dios, para pedirle perdón por nuestros pecados, para humillar nuestro orgullo, para entregar a Dios nuestro dolor por ofenderle; para suplicarle su intervención; para agradecerle un don recibido. Aunque se trate de la misma postura puede significar algo distinto cada vez, es un acto nuevo. Por eso importa darse cuenta del por qué se hacen dichos gestos.

2) Para pensar

En Belén, en el lugar donde nació Jesús, se halla actualmente una iglesia, cuya entrada es una pequeña abertura de un metro y medio de altura. Para entrar hay que inclinarse. Antes era muy grande, de más de cinco metros de altura, pero la tapiaron para proteger el lugar de los asaltos y evitar que la profanaran entrando con todo y caballo a la casa de Dios.

El adviento nos invita a humillarnos. Como decía el Papa Benedicto XVI: “si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón ‘ilustrada’. Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios”.

Pensemos si fomentamos una actitud humilde en estos días alrededor de la Navidad para facilitar el encuentro con Jesús.

3) Para vivir

Se cuenta que un día se presentó a san Vicente Ferrer un famoso asaltador de caminos y le suplicó de rodillas que lo confesara. El santo, encontrándolo verdaderamente arrepentido, le dio la absolución y le impuso una penitencia de siete años. El asesino le dijo que consideraba que era poca la penitencia por todos sus pecados, que eran muchos. Entonces le dijo: “Bueno, haz sólo tres días de ayuno”. El bandido se sorprendió. “¿Cómo? ¿Me la disminuye?”, y rompió en amargo llanto. Viendo el santo qué grande era su contrición, le añadió: “Reza sólo un Padrenuestro y un Avemaría, sin más”. Entonces fue tal el arrepentimiento de aquel asesino, que, apenas hubo rezado el padrenuestro, cayó muerto a los pies del confesor.

A los pocos días, el alma de aquel afortunado penitente se apareció al santo y le dijo que ya estaba en el Cielo porque había tenido un dolor perfecto y sumo, y que se le aparecía para que lo contase y les sirviera de aliento a muchos.

Arrodillarse, decía Benedicto XVI, es la representación corporal más conmovedora de la piedad cristiana, en la que, por una parte, miramos alzando la vista hacia Él, y por otra, permanecemos inclinados.

 

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