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Ecos del matrimonio gay

El pasado 26 de junio fue un día histórico. La Suprema Corte de Estados Unidos legitimó la práctica del matrimonio homosexual en toda la Unión Americana. Así como en 1973 la Suprema Corte despenalizó el aborto en Estados Unidos, ahora permite la unión “matrimonial” entre dos personas del mismo sexo.

Esa ha sido la estrategia del lobby gay para imponerse en bastantes países, uno de los últimos México. Es decir, una vez que han fracasado por la vía democrática representativa o por la vía del referéndum, intentan, con éxito, la vía jurídica, donde es más fácil presionar o controlar a un pequeño grupo de gurús, que desde la arbitrariedad de su curul definen lo que es y lo que no es justo.

La noticia no nos toma por sorpresa, era de esperarse, toda la administración Obama ha ido en esa línea; y ahora que tiene los días contados, necesitaba concluir su obra. En este sentido, Obama ha sido profesional y eficaz, ha sabido seguir sus líneas de acción y ser consecuente con sus principios, que si bien están errados, son suyos y los defiende y promueve como el que más. Al estar en una sociedad plural, libre y democrática, está en su derecho de hacerlo.

En este sentido, los que disentimos de él, debemos aceptar nuestra derrota, la cual no es sólo una derrota para un “nosotros”, más o menos difuso (y mucho menos para la Iglesia Católica, como algunos quisieran, pues muchísimas personas de otras confesiones o sin ellas comparten la auténtica idea del matrimonio y la familia, pues se trata de una asunto de naturaleza humana), sino para “toda una civilización que se tambalea impotente y sin recursos morales”. En efecto, asistimos a la disolución de la institución matrimonial, y con ella de la familia, que queda sumida en un marasmo de ambigüedad.

Lo más desconcertante, sin embargo, lo que sí no me esperaba, es la euforia que ha seguido a este momento histórico en las redes sociales. Algunos han manifestado tal algarabía que pareciera que hemos ganado la Copa América. No se entiende qué tiene que ver el hecho de que la Suprema Corte de Estados Unidos deje la vía expedita para que los gays puedan casarse conforme a la ley en aquel país, con el entusiasmo manifestado en las redes sociales. Se trata de una euforia y algarabía generalizadas por algo que no nos concierne. Quizá sea una especie de autoafirmación inconsciente, para justificar que por idéntico procedimiento hemos dado el mismo histórico y fatídico paso.

Es curiosa nuestra admiración por Estados Unidos, que más bien parece esconder un complejo de inferioridad que a la postre es injustificado. Como si fueran el paradigma y el modelo de la verdad y la civilización. Estados Unidos tiene muchísimas cosas de las que gloriarse, y tiene indudablemente un papel estelar en la historia de la civilización. Sin embargo, se precisa siempre de una labor crítica para discernir lo positivo de lo negativo. Es decir, el hecho de que se haya aprobado el matrimonio gay allá no convierte automáticamente esto en algo bueno o deseable, o en un ejemplo a seguir.

No deberíamos olvidar que nuestro tan admirado vecino tiene realidades como: la silla eléctrica para ejecutar presos, prisiones de dudosa legitimidad en todo el mundo como Guantánamo, ha mentido -y se ha probado eso- para justificar guerras que protejan sus intereses petroleros, como la segunda guerra del Golfo, vende indiscriminadamente armas, de forma que con repetitiva cadencia algún loco masacra escuelas, universidades o iglesias, ha difundido la pornografía por todo el mundo, denigrando y haciendo de la mujer un objeto, y un largo etcétera.

Es decir, no todo lo que sucede en Estados Unidos es digno de emulación, se precisa una labor crítica, y pienso que este triste y penoso paso va en esa línea.

Estados Unidos es una gran nación, un gran imperio, pero como todo imperio, cuando los principios morales que hicieron posible su surgimiento se comienzan a tambalear o se pierden, va camino a la ruina. Es cuestión de tiempo. La quiebra moral de la juventud a la larga produce el colapso de la civilización, y este paso sin duda acelera tal quiebra al dinamitar desde sus cimientos la institución que transmite valores morales a una sociedad: la familia.

 

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