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Caminemos juntos como discípulos y misioneros

Pastoral vs Doctrina

Algunas lecturas del reciente Sínodo de la Familia, y por extensión del Magisterio de Francisco en general, suelen plantear la disyuntiva excluyente: pastoral o doctrina.

En este breve espacio intentaré hacer ver que es un falso dilema. La letra clave no es “o”, sino “y”, debe buscarse la conjunción: pastoral y doctrinal. Las dos deben ir de la mano. Efectivamente, el modo en que cabe armonizar los dos extremos no es evidente y no todos están de acuerdo, pero en cualquier caso, no cabe renunciar a ninguno de ellos.

La doctrina es importante, pues define quién eres, tu identidad. Cambiar de doctrina equivale a cambiar de identidad, hacerlo cada vez que la mayoría lo pide, o por exigencias de lo políticamente correcto, o por quedar bien siempre y a toda costa, supone perder la propia identidad, o sencillamente, que ésta carezca absolutamente de relevancia, pues ya se sabe que depende del entorno, al ser camaleónica y acomodaticia. Doctrina no tiene por qué ser sinónimo de cerrazón cerril o intransigencia (aunque haya algunos que sean así).

Paralelamente, el “pastoralismo”, entendido como condescendencia y excesiva contemporización, resulta también engañoso. Se trata de una realidad muy simple: el error no salva, destruye; la mentira no salva, destruye. Si a un enfermo le digo que “no hay problema con el cáncer, pues es natural”, flaco favor le hago, eso no le cura la enfermedad. Falsa pastoral es aquella que resuelve los problemas declarándolos inexistentes: lo que antes era un problema, ahora es normal, así que “no hay problema”.

Esa actitud nada resuelve, perpetúa el error, error que daña. Más que “pastoral” es una solución engañosa. Eso sucedería, por ejemplo, si por decreto y como por arte de magia, decido que no hay problema con el matrimonio meramente civil entre bautizados, o con la unión libre, que está bien. Eso es mentira, y no salva a las personas.

Cristianismo no es “bondadosidad”, no es darle a cada uno por su lado, decirle lo que quiere oír, lo que le gusta. Basta abrir el evangelio para darse cuenta de que no es así: Jesús era incómodo, decía verdades como puños le incomodara a quien le incomodara. De hecho, fue ese amor a la verdad lo que le llevó a la Cruz, y muchas veces a lo largo de la historia ese amor sigue llevando a la cruz a los discípulos de Jesús.

Renunciar a la verdad es traicionar a Jesús. San Pablo apostilla diciendo que es preciso “decir la verdad con caridad”, pero falsa “caridad” es dejar en el error a las personas. Jesús acoge, perdona, trata con amor, pero pide siempre una conversión. Quitar la conversión del cristianismo es desnaturalizarlo; todos los cristianos necesitamos convertirnos continuamente, y ello no supone para nosotros ninguna injuria o perjuicio, sino, por el contrario, una auténtica oportunidad, la oportunidad que Dios nos da de no conformarnos con nuestra mediocridad.

Sin embargo, cuando ofrecemos una versión “pirata” del cristianismo, no existe en ella espacio para la conversión, pues en ella, para atraer adeptos fáciles, nada está mal, o lo malo es sólo lo demasiado malo (verbigracia: sólo sería malo el genocida o el pedófilo, pero de ahí para adelante todo vale). Es lo que sucede cuando puedo justificar todo, cuando todo está bien, sólo basta que yo “lo sienta así”, o “juzgue que en mi caso se puede hacer la excepción”. No podemos olvidar que Jesús a la mujer sorprendida en adulterio le dijo: “yo tampoco te condeno, vete y no peques más”. No le dijo “vete, y sigue fornicando”.

Entonces, ¿por qué es pastoral la doctrina? Porque me enfrenta a la verdad. ¿Cabe adecuar la doctrina a nuevas situaciones? Por supuesto, la Iglesia es un cuerpo vivo, no una fotografía vieja del pasado. Situaciones nuevas requieren soluciones novedosas. Si mi mensaje le resulta odioso al hombre de hoy, no es pastoral. “Pastoralidad” significa hacer amable, atractiva y relevante la verdad, y para ello debo tener en cuenta el contexto, tener un sano desprendimiento de las formas manteniendo la fidelidad a los contenidos; ser capaz de discernir entre lo esencial y lo periférico, y aceptar que lo que quizá funcionó bien en el pasado, ahora ya no sirve.

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