huellas
Caminemos juntos como discípulos y misioneros

Mirando el ataúd

Reflexiones en torno a un velorio.

Como sacerdote, muchas veces debo vérmelas, cara a cara, con la muerte. En hospitales y casas, en ocasiones justo antes, otras justo después. Muchas veces acompañando a la persona para que asimile el hecho de que va a morir, otras consolando a los deudos que se duelen de una dolorosa pérdida.

La muerte acompaña muy frecuentemente la vida del sacerdote, y lógicamente, además de predicar las palabras del caso, además de aprovechar para orar pidiendo por difunto y deudos, meditando también sobre esta ineludible realidad, encontrarse con “La Parca” empuja a reflexionar, lo cual es bueno: uno nunca se acostumbra, ni al dolor ajeno, ni a la contemplación tranquila del féretro durante el velorio.

En efecto, para los deudos el velorio suele ser ocasión de abrir la llaga, de relatar una y otra vez los pormenores del deceso, de recibir abrazos y condolencias, cuando quizá lo que uno quisiera es estar solo. Pero para quienes acompañamos un tiempo al difunto y aprovechamos para meditar, son indudablemente momentos espirituales fecundos.

Es curioso ver cómo preparan al difunto, y los servicios que ofrecen las casas funerarias. Casi parece que quieren “dejarlo guapo”. Pero al ver esos rostros, esas manos, ese cuerpo inerme, cuerpo que en ocasiones conocimos, saludamos, quizá abrazamos, la impresión no puede ser más profunda. La imaginación se escapa y se va a un futuro, cercano o lejano, en el cual quien se encuentre dentro del ataúd, fino o barato, será uno mismo.

Ver la vida desde esta perspectiva, además de realista, es saludable. Quizá es la única auténtica perspectiva, quizá sólo allí entendamos quiénes somos y lo que hicimos realmente. Probablemente sólo en ese postrer momento nos habremos dado cuenta de lo que realmente mereció la pena en nuestra existencia. ¿Qué cambiaría en mi vida si meditara con frecuencia en la realidad de la muerte? Y no “en la muerte”, sino “en mi muerte”, que es muy distinto.

Continuamente vemos que “otros” se mueren: las noticias están dolorosamente cargadas de violencia homicida en todo el globo; ya nadie pestañea al escuchar relatos de asesinatos o masacres, se han vuelto cotidianos; y si a ello añadimos que en el cine el híper-realismo nos los muestra cruda y exageradamente, el efecto es aún menor. Pero pocas veces afrontamos el hecho de que un día seremos nosotros quienes fallezcamos.

Pensar con frecuencia en la propia muerte no sólo nos ayuda a desenmascarar la banalidad de muchos de nuestros problemas cotidianos, sino que nos empuja a buscar el auténtico valor de las cosas, a redescubrir el tesoro de nuestra vida, de nuestro tiempo, de nuestros días, a ver cómo lo estamos empleando.

Sólo en el postrer momento, mirando hacia atrás, tendremos la perspectiva justa que nos muestre el valor de lo auténtico y desenmascare el oropel de la apariencia, tantas veces banal y celosamente buscada. Lo que parecía importante, lo que quizá nos quitaba el sueño, visto desde esta peculiar óptica, puede aparecer insustancial e insulso. Por contraste, lo que no era apreciado por la galería, aparezca acaso como un tesoro.

Esta semana tuve la oportunidad de participar en un velorio especial, el de un sacerdote. Éstos no son tan frecuentes, pues somos pocos. El clima era diferente: menos emotivo y dramático (murió mayor: casi 84 años, casi 60 de sacerdote), pero de mayor recogimiento y oración.

Al ver la paz de su rostro, al conocer la fecundidad de su vida, simplemente era evidente que había valido la pena. Su vida no fue frívola y superficial, sino fructífera, fecunda, feliz. No vivió de cara a la galería, a la foto, al selfie diríamos ahora; pero no fue aburrida y sosa, fue una aventura sacrificada y, en ocasiones, dolorosa. El drama de la vida, como todos los dramas buenos, se decide hasta el final.

El ver aquel féretro me recordaba el final, la importancia de terminar bien, de mirar en retrospectiva y descubrir que uno no entra en la eternidad con las manos vacías. Ahora bien, ese terminar bien no se improvisa: cada decisión, lo queramos o no, contribuye a hacer de nuestra vida una comedia, una tragedia o una epopeya… La de este hombre, sin lugar a dudas, fue una gran aventura con buen final.

Espero que así sea la mía. Espero que aprovechemos más a nuestra buena amiga la muerte, para vivir mejor nuestra vida…

 

@yoinfluyo

 

Artículos Relacionados