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Caminemos juntos como discípulos y misioneros

Llama Mons. Lira a Cruzados a invitar a todos a ser amigos de Dios

Queridos Cruzados de Cristo Rey:

Reverendos padres. Consagradas y Consagrados. Seminaristas. Papás, mamás, hermanos y familiares de los diáconos Ignacio, Andrés y Gabriel. Amigas y amigos. Queridos ordenandos.

Hoy el Señor nos reúne como Iglesia en este hermoso Templo Expiatorio, que por muchos años albergó la amadísima imagen de Santa María de Guadalupe, para mostrarnos, una vez más, la grandeza de su amor compasivo y misericordioso.

Mirando al mundo, en el que muchos se sienten solos, confundidos, dispersos, vacíos, sinsentido, manipulados, desesperanzados y abandonados, Dios cumple la promesa que hizo a su pueblo a través del profeta Jeremías: “Les daré pastores según mi corazón” (3,15).

“Como el Padre me ha enviado –les dice este día Jesús a Gabriel, Ignacio y Andrés– así los envío yo” (Jn 20,21) ¿Y a qué fue enviado Cristo? A convocar en la unidad de su Iglesia a la humanidad que el pecado dispersó y llevarnos a Dios, en quien la vida se hace plena y eternamente feliz.

Al mirar el caos que provocamos al desconfiar de Él y cometer el pecado con el que nos auto-encerramos en la prisión del egoísmo y le abrimos las puertas del mundo al mal y a la muerte, el Padre, creador de cuanto existe, envió a su Hijo para que, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, nos rescatara y nos comunicara su Espíritu de Amor, que nos une a Dios y entre nosotros, y nos conduce a un desarrollo integral, sin límites ni final.

Por eso, Jesús es el Sumo y Eterno sacerdote que nos hace sagrados para Dios. Y a fin de prolongar su vida y su acción, Él elige a algunos de entre los hombres para hacerlos partícipes de su sacerdocio único, de modo que intervengan en favor de la humanidad ante Dios[1], proclamando su Palabra, celebrando la liturgia, orando y sirviendo de guías[2].

Andrés, Gabriel e Ignacio; el Señor, que les ha dado la existencia y los conoce desde antes de que fueran formados en el seno materno[3], los ha elegido y los ha llamado para confiarles esta estupenda misión: ser en la Iglesia –como decía san Juan Pablo II– “instrumentos vivos” de la obra de salvación[4].

Por eso, en unos momentos más se cumplirá en cada uno de ustedes las palabras del salmista: “lo he ungido con óleo sagrado a fin de que mi mano lo sostenga y lo revista de valor, mi brazo”[5].

Pero ¿por qué a ustedes? La respuesta es simple y a la vez sorprendente y maravillosa: porque Él es su amigo[6]; es amigo de todos nosotros, que somos su familia, su cuerpo, su Iglesia; es amigo de la humanidad; es amigo del cosmos que ha creado, redimido y santificado.

Por eso los consagra; porque los ama y porque ama a toda la gente, a la que los envía a ustedes como servidores, en comunión con toda la Iglesia, bajo la guía del Papa y los Obispos. Y sabiendo que esta misión no es sencilla, Él, su amigo ¡nuestro amigo!, ruega: “Padre, santifícalos en la verdad”.

Así pide a Dios que les conceda su Espíritu, para que, fortalecidos con la omnipotencia del amor, inviten a todos a gozar de la amistad divina que, como afirma san Ireneo, “es causa de inmortalidad para quienes entran en ella”[7].

“¿Qué es realmente la amistad?”, se pregunta Benedicto XVI, y responde: “es una comunión en el pensamiento y el deseo”[8]. “Se llama amigo de Dios –escribe san Gregorio Magno– el que cumple su voluntad”[9]. ¿Y cuál es su voluntad? Que amemos a Dios, a nosotros mismos y al prójimo.

Por eso, todo lo que el sacerdote es y hace ha de brotar y estar unificado por el amor, que es Dios, y debe tener una dirección concreta: ayudar a la gente a que se sienta amada y salvada por Él. “Hemos de ser canal de su amor, no laguna”[10], aconsejaba a los sacerdotes el beato Obispo Juan de Palafox.

¿Qué a veces experimentarán en sus vidas y en su ministerio el vendaval de las propias debilidades y las dificultades? ¿Qué ante el dolor de nuestro pueblo sentirán –como dice el Papa Francisco– que el corazón se les va deshilachando y se les parte en mil pedacitos[11]? ¡Claro que se encontrarán con estas tormentas!

Pero en esos momentos, no olviden lo que hoy les promete ni más ni menos que el propio Dios ¡el mejor amigo y el mejor Padre!: “No tengas miedo, porque yo estoy contigo para protegerte”[12]. Que esta sea su confianza y su esperanza.

María, Madre de los sacerdotes, les acompañará cada día para conducirlos al encuentro con Jesús, y se encaminará presurosa con ustedes –en compañía de los ángeles y santos– para llevar a todos la alegría, la justicia, la libertad, la unidad, el progreso, la paz y la vida que brotan de la amistad con Dios. 

Que así sea.

 

Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

 

[1] Cfr. 2ª Lectura: Hb 5, 1-10.

[2] Cfr. Lc 22, 19; 2 Tm 1,6; Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1546-1547.

[3] Cfr. 1ª Lectura: Jer 1, 4-9.

[4] Cfr. Pastores dabo vobis, 25.

[5] Sal 88.

[6] Aclamación: Jn 15, 15.

[7] Contra las herejías, Libro 4,13.

[8] Homilía en el 60º aniversario de Ordenación Sacerdotal, 29 de junio de 2011.

[9] Moralium 27,12.

[10] Trompeta de Ezequiel, Ed. BUAP, Puebla, 2012, Puntos 2 y 3, pp.19-22.

[11] Homilía Misa Crismal, Jueves Santo 2 de abril de 2015.

[12] Cfr. 1ª Lectura: Jer 1, 4-9.

 

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