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Esquizofrenia política

Lo decía ya el viejo Aristóteles: “el hombre es un animal político”. Como personas, o como individuos dentro de una sociedad, no deberíamos abstenernos de participar, según nuestras posibilidades, en la esfera pública. Algunos tienen las aptitudes para intervenir activamente en la política y es bueno desarrollarlas. Incluso, para un católico, según el pensamiento del Papa Francisco, participar en la política es desempeñar una de las “más altas formas de servicio”.

No es algo nuevo. Ya en las Sagradas Escrituras, por ejemplo en la Primera Epístola de san Pedro, o en la carta de San Pablo a los Romanos, se habla de respetar la autoridad, porque “viene de Dios”, cumplir la ley y pagar los impuestos. Es decir, forma parte de la vida cristiana el participar en la vida social y política del país. Al mismo tiempo, también constituye un bagaje de la fe cristiana la laicidad: “para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica –nunca de la esfera moral–, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia”.

Es oportuno subrayar la precisa distinción que hace el texto magisterial aquí citado sobre la dimensión política y la dimensión moral. Es decir, existe una legítima autonomía de las realidades seculares civiles respecto de la esfera religiosa. Esta autonomía es una de las grandes novedades, auténtica revolución que trajo el cristianismo, la cual no existía en la época de su surgimiento (la religión estaba supeditada al poder político), y actualmente no existe, por ejemplo, en la mayoría de los países islámicos, donde ambas realidades se encuentran entreveradas.

Pero autonomía de lo religioso no equivale a autonomía de lo moral. No podemos dejar de considerar la esfera moral, precisamente porque no podemos dejar de ser hombres: nuestras acciones, en cuanto son libres, son también responsables, morales, y los actos políticos no están exentos de esta dimensión.

Por eso, “sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia”. La Iglesia no debe decirme por quién debo votar, o cómo debo resolver las cuestiones y problemas políticos concretos, pero sí le compete recordar los valores morales irrenunciables, no sólo para un católico, sino para cualquier persona, precisamente porque están anclados no en un credo religioso, sino en la naturaleza humana. Una manifestación tácita de esto último, es que dichos valores suelen ser comunes a diferentes confesiones religiosas.

En este sentido, quizá los dos “pecados” más grandes cometidos por los católicos en la vida política, son, por un lado, el abstencionismo culpable, la indiferencia, la pasividad, la falta de compromiso. Muy emparentado con éste se encontraría una participación tibia, o “incolora”, en el sentido de ser tan anodina, que esconda cualquier vestigio de los valores que podría y debería aportar a la sociedad. El segundo pecado, muy frecuente en la actualidad, podríamos llamarlo “esquizofrenia política”, es decir, actuar en contra de los valores morales que se profesan. Mantener una moral personal individual disociada totalmente de la actividad política, normalmente por oportunismo o por descomplicar su actuación pública.

Esta esquizofrenia podría describirse como “síndrome del Padrino” (recordando la magistral escena de esa inmortal película, que alterna imágenes de un bautismo con escenas de matones, teniendo un fondo musical sugerente).

Esta “enfermedad política” es claramente descrita por los textos magisteriales. “En su existencia no pueden haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada ‘vida espiritual’, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada ‘vida secular’, esto es, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y la cultura”.

El político cristiano no deja de ser cristiano al hacer política, no tiene por qué esconder sus valores o convicciones. Precisamente porque los considera valiosos, sin imponerlos, debe ofrecerlos a la sociedad, pues constituyen una parte importante de su aportación. Entre esos valores morales se encuentran, indudablemente, la defensa de la sacralidad de la vida desde su inicio natural hasta su término, también natural, y la defensa de la familia.

 

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