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Caminemos juntos como discípulos y misioneros

El Templo del que se construyó una nueva civilización

Antes de que los 12 misioneros franciscanos llegaran a la Nueva España en 1524, “habían cesado ya los sacrificios acostumbrados en que se mataban hombres. Pero los indios, si bien acudían a la predicación, no dejaban de visitar sus templos y de reunirse en los cerros y lugares arredrados donde practicaban secretamente sus ceremonias religiosas, algunas veces sangrientas. En vista de ello, pidieron los religiosos a Cortés que mandara con mucho rigor que cesaran los sacrificios y el culto de los ídolos. Cortés, que estaba por partir a Honduras, lo proveyó como se le pedía. Mas como los españoles que habían de impedir el culto andaban muy ocupados en edificar sus casas y sacar el tributo de los indios, la idolatría continuaba” (1).

“Los religiosos entendieron que su trabajo sería inútil mientras los templos de los ídolos estuviesen en pie. Tomaron, pues, una determinación heroica: derrocar y quemar los templos, ‘y no parar hasta tenerlos todos echados por tierra, y los ídolos juntamente destruidos y asolados, aunque para ello se pusiesen en peligro de muerte’”.

“Esta heroica hazaña de los frailes no fue aprobada por los españoles seglares, quienes temían que los indios se alborotaran y los mataran. De este temor no participaban los religiosos, dispuestos como estaban a morir por Dios” (1).

Por el contrario, si los indios reconocían fortaleza en sus contrarios, luego se acobardarían, como en realidad ocurrió. Quedando espantados y abobados, y quebradas las alas del corazón, viendo sus templos y dioses por los suelos. No se registraron, pues, ningunos alborotos. Los indios miraron impasibles la demolición de sus templos.

Mucho se ha censurado a los frailes este afán destructor. Se les culpa de fanáticos que hicieron perecer monumentos preciosos de la antigüedad precortesiana. Al respecto, Justo Sierra dice: ‘No eran arqueólogos, eran apóstoles aquellos hombres; juzgaron necesario lo que hicieron; el objetivo era superior al valor de los monumentos, por valiosos que se les suponga; la pérdida fue irreparable, la ganancia fue inmensurable’.

Joaquín García Icazbalceta refería: “Ningún partido podía sacarse de aquellas moles de piedra o tierra, sin otro lugar cubierto que unas mezquinas capillas o torres de madera, tapizadas de una gruesa costra de sangre humana, hediondas, abominables, que debían ser destruidas, aunque sólo fuese para manifestar el horror que causaban aquellos mataderos de hombres”.

Efectivamente, en la mentalidad indígena todo lo nuevo era falso y no tenía raíz. Y si no tenía raíz, no podía esperarse más vida. Sin templos, no podían ofrecer sacrificios para “alimentar” a sus dioses que les “retribuyeran” el sustento, la protección, el favor y la dignidad. Si una población o civilización quería derrotar a otra, aunque fuera menor en número, bastaba con destruir su templo, pues era como cortar la raíz de su razón de ser. Tocó entonces a esta misión de los doce el rudo trabajo de desenraizar el culto de los antiguos dioses. Pero eso no era suficiente, ni lo es para ninguna civilización. No existe una civilización, si antes ésta no se relaciona con un ser superior a través de un templo material, en el cual pueda encontrarse con su dios o su Dios.

Es por ello que se realiza la inculturación perfecta en Santa María de Guadalupe, quien se presenta ante el indio Juan Diego: “Yo soy la Madre del arraigadísimo (verdaderísimo) Dios por quien se vive”. Y se muestra encinta para revelar la cercanía de El Dios que escogió el seno siempre-virginal (Inmaculado) de una mujer como Templo. No para destruir templos donde se elevan corazones hacia los ídolos, sino para construir una civilización que se alimenta de Dios –con su Venerable Palabra y su Pan de Vida–; y con rigor es enviada para compartir y anunciar a los hijos de hombre, que la Iglesia Católica es el Templo donde se defiende la Vida y la Verdad, y es el Camino seguro a la tierra de las flores, del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento, de la tierra celestial donde dejaron dicho nuestros antepasados, nuestros abuelos.

 

NOTAS:

1. Trueba, A. 1975. Doce Antorchas. Editorial Jus. Tercera edición. México.

 

Centro de Estudios Guadalupanos, UPAEP

 

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