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Vivir santamente la Semana Santa

 “Vivir santamente la Semana Santa”. Un auténtico desafío para quien tiene fe en el siglo XXI. En efecto, la oferta para vivir irónicamente una “semana no santa” es abundante, y la inercia, el dejarse llevar por “lo que hacen todos” cauteriza con facilidad los reclamos de la conciencia.  Por ello, año tras año, debemos volvernos a proponer seriamente este reto: “vivir auténticamente la Semana Santa”.

No se trata de ninguna invitación a la tristeza o a la severidad, ningún rechazo de la vida; por el contrario, se busca redescubrir la auténtica dimensión de la existencia, vivirla en toda su profundidad posible, evitando la superficialidad de la dispersión a la que con frecuencia nos arroja el ritmo de vida contemporáneo. En vez de la invitación a no pensar, e incluso a dejarse arrastrar por los vicios, auténticas alienaciones de la personalidad, la oferta que ofrece la Semana Santa implica mirar al interior descubriendo las insospechadas posibilidades que nos ofrece la vida de fe.

En efecto, la alternativa fácil, que nada tiene de malo en sí misma, de limitarse a descansar, quizá (si se cuentan con los medios)  acudiendo a un lugar de playa o de montaña, se muestra bastante pobre. Además, por lo menos con la gente joven y a veces no tan joven, esta oferta lleva aparejada otra no tan inocua: la invitación latente a los excesos del alcohol, cuando no las drogas o el sexo. 

Todas esas fuerzas conducen a salir de sí en un mal sentido, pues suponen una alienación de la propia identidad. Es decir, incluso aunque “no se haga nada malo”, en realidad se pierde la oportunidad de “hacer algo bueno” y descubrir la magnitud de nuestra riqueza espiritual, así como aquello que podemos aportar a los demás, beneficiándonos auténtica y hondamente nosotros mismos al hacerlo.

¿Cómo vivir entonces santamente la Semana Santa? Dos elementos se muestran esenciales: la oración y la caridad. 

La oración que nos ayuda a descubrir y canalizar la insondable riqueza que anida en nosotros mismos, pues gracias a ella descubrimos a Dios en el fondo del corazón. La caridad es su consecuencia lógica, necesaria, pues a diferencia de los bienes materiales, que cuando se comparten se agotan, los bienes espirituales entre más se dan más crecen. 

Un modo, que gracias a Dios se va convirtiendo en tradicional de concretar esa caridad, es asistir a labores sociales, campamentos de trabajo o misiones, muchas veces familiares, que permiten transmitir la fe, compartir la amistad y prestar un servicio a quien menos tiene, experimentarlo al hacerlo una plenitud vital única, que además se comparte y contagia.

Una precisión es relevante respecto a la propia oración. No es suficiente un ejercicio intimista de la misma. La intimidad es insustituible, pues en ella descubrimos a Dios, que al decir de San Agustín: “es más íntimo a mí que mi propia intimidad”. Pero precisamente por ello, porque Dios es familia, comunión, don, la oración si  es auténtica, rápidamente salta del nivel personal al comunitario. La oración comunitaria o la liturgia se entiende entonces también como un don: como lugar por excelencia para el encuentro con Dios, como algo que no “hacemos nosotros”, sino que en realidad nos precede y nos conecta con una corriente de oración y alabanza a Dios de riqueza insondable.

En efecto, la liturgia no es “mi oración”, sino “nuestra oración”, donde el sujeto de la misma supera con mucho nuestros estrechos límites espacio-temporales. La oración litúrgica, al conectarnos con la alabanza que la Iglesia dirige a Dios, hace saltar a pedazos los rígidos moldes espacio temporales, conectándonos con quienes nos han precedido en la fe y con quienes nos seguirán. 

Supera los límites geográficos, pues nos ayuda estar en comunión con los cristianos de todo el mundo; los temporales, pues nos une a quienes nos han precedido y nos seguirán; los terrenales, pues nos une a la alabanza que los ángeles y santos tributan a Dios en el cielo. 

En efecto, la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, siendo realidades históricas, participan también de la eternidad de Dios y por eso, gracias a la liturgia (participando de los “Oficios” de Semana Santa) podemos entrar en comunión con ellas. 

La Semana Santa, santamente vivida, nos alcanza una riqueza y una hondura existencial inigualables, consiguiéndonos una misteriosa pero real comunión con  Dios y con nuestros hermanos.

 

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