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Caminemos juntos como discípulos y misioneros

¿Acaso soy yo, señor?

La historia de la Pasión de Cristo se repite una y otra vez. El pueblo que aclamaba fervientemente a su Mesías se transforma, pocos días después, en la turba que enardecida, exige Su crucifixión. De los doce apóstoles, diez huyen, uno le traiciona (entregándole a Sus enemigos) y sólo uno permanece fiel, Juan, quien junto a la Santísima Virgen María y a la Magdalena, acompaña a Cristo en Su calvario. Actualmente, también nuestra sociedad rechaza el oprobioso camino al Gólgota; estrecho, cuesta arriba y solitario, el cual además, debe recorrerse cargando una cruz. En su lugar pregonamos; un cristianismo sin cruz, una religión sin dogmas, una fraternidad sin un padre común y un camino ancho y placentero por el que cada uno es alentado a transitar, atrevidamente, a su manera.

Ante la cruenta e ignominiosa imagen de la Cruz, la mayoría deserta. El abandono, la negación y hasta la traición nos caracteriza a quienes prometimos ser leales y valientes soldados de Cristo. Y es que debo confesar que yo también, como Pedro, le he negado. Sí, cuantas veces, ante una sociedad que, como las criadas a Pedro, señala con el dedo acusador: tú eres uno de ellos; escondo, callo y hasta reniego de todo aquello que, considerado por el mundo; rígido, radical e intolerante, pueda incriminarme. Mas, a diferencia de Pedro las lágrimas de profundo arrepentimiento aún no corren abundantes por mis mejillas y evito, en lugar de alegrarme, compartir los sufrimientos de Cristo.

Igual que Pablo, le he perseguido. Pues persigo con mis críticas mordaces tanto la sana doctrina como a todo aquel que con su comportamiento me descubre no sólo mi frivolidad, sino hasta mi impiedad. Mas ignoro la voz de mi Señor que me pregunta: ¿por qué me persigues? Y lejos estoy de exclamar como Pablo: yo vivo para Dios, crucificado con Cristo; de tal manera que ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Además, como Tomás, he dudado. Porque si creyese que en la Hostia Consagrada está Cristo presente; Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, viviría para adorarle y murmurando como el Centurión: Domine, non sum dignus (Señor, yo no soy digna) me acercaría temblando al altar para, de rodillas, recibir la Sagrada Hostia de las manos del sacerdote. Desafortunadamente, a diferencia de Tomás, son muchos los días que comienzo y termino, sin caer de rodillas ante el crucifijo exclamando; Señor mío y Dios mío.

En cambio, como Pilatos, me lavo las manos. Lo hago cada vez que, en nombre de la tolerancia y la inclusión, me encojo de hombros ante tantos y tantos pecados con los cuales nuestra sociedad apostata ofende a Dios constantemente. En el mejor de los casos, me contento con que el fango no salpique en demasía a mi familia, lo que pase en el resto de la sociedad (aborto, perversión de menores, destrucción de la familia, etc.) no es mi problema. Por si esto no bastase, como Gestas he pedido varias veces y con brutal insolencia a Cristo que me libere de mi cruz. Y es que la traición de Judas se repite una y otra vez entre quienes prometimos; renunciar a satanás, al mundo y a sus pompas. Por ello evito mirar a Cristo crucificado, pues sus sufrimientos evocan mis terribles iniquidades.

Sin embargo, Señor, quisiera ser como las mujeres de Jerusalén que, ante vuestra Pasión, se compadecieron hasta las lágrimas. Me gustaría, como la Verónica, enjugar con mis penitencias vuestro Santo Sudor causado por mis muchas culpas. Quisiera, como la Magdalena, transformarme en penitente y elegir el brutal y humillante camino al Calvario para subir con Vos hasta la cima y adoraros en la Cruz.

Y es que yo, a semejanza del buen ladrón, sólo puedo ofreceros mis pecados. Ah, sí lejos de escandalizarme ante vuestra Cruz fuese, como Dimas, capaz de reconoceros precisamente cuando, el mundo que habéis redimido os vuelve el rostro despreciándoos nuevamente. Porque Vos, varón de dolores y conocedor de todos los quebrantos; sois menospreciado, maltratado y afligido; sois traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados, y aun así vais como oveja muda ante los trasquiladores. Porque mientras el mundo os juzga y humilla, Vos tomáis sobre Vos todo el castigo salvador y nos curáis con vuestras llagas.

Mas, cuando estabais padeciendo el suplicio que os igualaba a los malhechores; un terrible malhechor fue capaz, no sólo de ver que no había en Vos maldad, ni mentira en vuestra boca sino de reconocer en Vos al Rey, al Dios, al Mesías Prometido. Porque Vos, juzgado por la turba que había presenciado vuestros múltiples milagros, abandonado (con excepción de Juan) por los apóstoles por Vos elegidos; sois reconocido por un ladrón que ve, cuando la gran mayoría esta cegada por el miedo, por la duda y hasta por el odio. Dimas ve, porque reconoce su miseria, su ignominia y su maldad ante Vos, quien sois la Verdad Encarnada al grado que reconociendo como justo su castigo se atreve a suplicaros humildemente, Redentor en la cruz clavado: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.

Ah, si yo pudiese reconocer mis pecados en las mofas, las humillaciones, los escupitajos de la turba; si viera mis ofensas en los latigazos que han desgarrado vuestro cuerpo; si fuese capaz de ver mis yerros en los clavos que atraviesan vuestras manos y vuestros pies; si evocara mis iniquidades en las espinas que coronan vuestra cabeza hiriéndoos hasta desfiguraros; si considerara mis negligencias, mi dureza y mi frialdad ante Vos en la lanza que traspasó vuestro corazón. ¿Cómo puedo, Señor, ante vuestro sufrimiento, dudar del amor de quien murió para que yo pudiese tener vida eterna? ¿Cómo puedo, veros por mí crucificado y continuar ofendiéndoos? ¡Ah, qué fría y despiadada tiene que ser el alma que no se rinde ante vuestro inmenso amor, ante vuestros inconmensurables sufrimientos, ante vuestro corazón traspasado!

Apiadaos de mí Señor, porque soy un pecador. Porque lo único que puedo ofreceros es un corazón compungido, contrito y humillado. Mas, como el buen ladrón me acojo a vuestra infinita misericordia. Y, si de mí todo lo temo, de Vos, Señor y Dios mío, todo lo espero.

“¡Cuerpo llagado de amores,

yo te adoro y yo te sigo!

Yo, Señor de los señores,

quiero partir tus dolores

subiendo a la Cruz contigo”.

José María Pemán

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