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Carnaval, cuaresma y conversión

La cuaresma es una conmemoración que, si bien hay que disfrutar, de igual manera hay que respetar y encontrar el equilibrio.

La cultura moderna mantiene algunas trazas de sus raíces cristianas. Una de ellas es la celebración anual del carnaval. En efecto, el sentido de la celebración era materialmente “desmelenarse” antes de comenzar la penitencia cuaresmal, con sus ayunos y abstinencias. La cultura contemporánea conserva el carnaval, la fiesta, olvidando la penitencia. Podría parecer una selección oportunista de elementos a mantener, preservamos lo agradable relegando lo odioso. En realidad, sin embargo, olvidar la cuaresma oscurece el valor de la conversión y todas las oportunidades que ella encierra; nos perdemos la mejor parte de la fiesta.

El carnaval, contra lo que pudiera pensarse, no es necesariamente “malo”. Hay lugares donde constituye un auténtico evento cultural, caleidoscopio de diversas tradiciones que se funden en una celebración, como en Venecia, en otros quizá, puede convertirse en una gigantesca cantina o burdel, como en Río de Janeiro. Luego, las personas que participan, independientemente del lugar, pueden vivirlo de diversas formas. Pero ello cobraría sentido y autenticidad si fuera la fiesta previa a la severidad del examen y el ayuno.

La visión cristiana de la vida incluye, en inestable equilibrio, ambos elementos, los cuales se hacen mutuamente contrapeso. El carnaval constituye una expresión de la alegría cristiana de vivir, que da lugar a la fiesta y, con ella, al derroche y la celebración. Supone el agradecimiento a Dios por sus dones y la confianza de que en un futuro no faltarán. La alegría encuentra así un cauce natural de expresión, siendo una de las notas características del cristianismo. Esa alegría no es solo íntima e individual, sino también social y cultural, dando lugar a la fiesta y, dentro de ella, al carnaval. Para eliminar todo recelo puritano al respecto, no debemos olvidar que el primer milagro de Jesús fue convertir el agua en vino en el contexto de una boda, y que la misma Sagrada Escritura habla de “beber tu vino con alegre corazón” (Eclesiastés, 9, 7). La revelación está llena de imágenes de bodas y de fiestas. La alegría, en fin, es nota distintiva de la fe plasmada existencialmente. Ello ha dado pie, además, a toda una tradición musical, de baile, de fuegos artificiales, alegría y color, que son expresión de ese gozo. Como siempre, el peligro está no en el uso sino en el abuso. La templanza y prudencia permiten moderar racionalmente el goce de esos bienes, de forma que alegrando la vida den también gloria a Dios.

¿De qué se pierde la cultura cuando olvida la cuaresma? De una de las más grandes cualidades humanas, de uno de los mayores dones que tiene el hombre: la capacidad de convertirse y rectificar. A tal medida ha llegado ese oscurecimiento, que suele verse la rectificación como algo vergonzoso, cuando es señal de nuestra inherente dignidad y manifestación de realismo e inteligencia. Oscurece también la comprensión de Dios, pues su característica fundamental es la Misericordia, manifestando su omnipotencia particularmente en la capacidad de perdonar y de rehacer, volver a hacer nuevo, lo que estaba torcido.

Así, cuando a alguna persona le preguntan si se arrepiente de algo y lo niega, es señal de que se desconoce a sí misma o no se da cuenta del impacto que su vida tiene en el entorno. Lo triste de esa situación es que clausura la puerta hacia la excelencia. No descubrimos en nuestros defectos oportunidades de mejora, y con ella, de cambio para generar un mundo mejor. Es la cristalización nociva de un estado de cosas mediocre. Por el contrario, el reconocer que no somos perfectos, que no todo lo hacemos bien, a la par de realista nos ofrece la posibilidad de cambiar y generar con ello una mejor situación, un empeño concreto por perfeccionar la sociedad en la que vivimos.

La cuaresma se inserta ahí: es el tiempo en el cual se nos invita a realizar un balance, reconociendo nuestras fuerzas, pero también nuestras debilidades, con el deseo de no resignarnos, sino de atrevernos a cambiar. Es, además, un tiempo de gracia, en el cual emprendemos la ardua tarea de la reforma personal y social, primero en nuestro interior y de ahí a nuestro entorno, contando con la ayuda de Dios y la intercesión de los demás fieles de la Iglesia empeñados en el mismo proceso. Por ello es un tiempo alegre, que parte de la fiesta del Carnaval y culmina en la fiesta de la Pascua, más larga que la cuaresma. Ambas celebraciones adquieren pleno contenido si están mediadas por ese tiempo de auténtica renovación interior.

 

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