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¿Un santo gay?

Las canonizaciones (reconocimiento oficial por parte de la Iglesia de que una persona es santa, es decir, goza ya de la visión de Dios) han conocido una notable evolución recientemente.

Si san Juan Pablo II las popularizó simplificando el proceso tradicionalmente requerido para ser reconocido santo, Francisco en algunas ocasiones simplemente se lo saltó (por ejemplo con San Juan XXIII y San Pedro Fabro, primer sacerdote jesuita).

También ha dado vía libre a beatificaciones consideradas anteriormente como polémicas. Tal es el caso de la de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, a celebrarse el próximo 23 de mayo.

Más recientemente, Francisco ha reconocido como mártires a los 21 cristianos coptos (es decir, de una confesión cristiana no católica) decapitados por el Estado Islámico. ¿Cabría ir más allá?

Por otra parte, diversos temas polémicos dentro de la sociedad han ido fabricando, más o menos artificiosamente, una aparente oposición radical entre el catolicismo y la comunidad gay. Cuestiones como la unión civil, el matrimonio homosexual, la adopción de niños por parte de parejas gays o lesbianas, vienen a alimentar esta perspectiva. ¿Cabría diluir esta aparente confrontación?

Un camino posible, en donde se muestre no sólo como principio teórico, sino como realidad tangible, que las personas que tienen una inclinación sexual hacia el mismo sexo tienen un lugar y un camino dentro de la Iglesia, podría ser sin duda la canonización de algunas de ellas.

El Catecismo de la Iglesia hace un difícil equilibrio. Por un lado, sostiene que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados, mientras que por otro afirma que se debe evitar todo género de discriminación u ofensa hacia las personas homosexuales. Insiste en que tienen un camino dentro de la Iglesia que está especialmente marcado por la Cruz y por ello requieren de una particular atención pastoral.

Dicha atención ya es una realidad dentro de la Iglesia, existiendo bastantes grupos de apoyo, retiros, etc., que se dirigen particularmente a ellos. Sin embargo, el ruido y las dimensiones de la polémica quizá las han opacado, haciendo que sean poco conocidas estas iniciativas.

Pero si una persona homosexual fuera canonizada, es decir, puesta como modelo para la Iglesia universal, el aparente divorcio simplemente desaparecería, y la doctrina dejaría de ser fría teoría para encarnarse en la realidad vital de alguien concreto. Eso mismo llevaría también a que bastantes católicos eliminaran ese recelo latente hacia estas personas, causado muchas veces por las actitudes de confrontación, violencia o virulenta crítica con las que frecuentemente impugnan a la Iglesia.

La cuestión es delicada. No se canonizaría a una persona “por ser homosexual”, sino que se declararía santa a una persona que en su vida tuvo una inclinación homosexual. Puede haberla ejercido, hasta vivir una honda conversión que le llevara a vivir el celibato; o simplemente sentirla fuertemente, sin haberse dejado nunca arrastrar por ella. Declararla santa serviría también para dejar claro que una persona es mucho más que sus inclinaciones sexuales, y que lo que la define es mucho más que eso.

En el caso de un santo, lo que lo define es su amor y fidelidad a Jesucristo. Amor y fidelidad que son puestos a dura prueba en quien tiene esta inclinación, siendo la fidelidad a la doctrina de Jesús manifestación elocuente de la fuerza de ese amor, más impetuosa que las pasiones fuertemente arraigadas.

La sugerencia de un “santo gay” está bien como hipótesis de trabajo. La cuestión clave es ¿quién? Resulta fundamental, pues en caso contrario puede quedar como un bello ideal prácticamente irrealizable, ante la imposibilidad de compaginar lo irreconciliable.

Una tímida sugerencia podría ser Henri Nouwen, sacerdote holandés, importante escritor espiritual del siglo XX, autor del clásico “El regreso del hijo pródigo”, una meditación sobre un cuadro de Rembrandt. Pero primero habría que probar dos cosas: que fue santo, y que fue gay. Algunos de sus amigos han manifestado que él se los confesó; sin embargo, él nunca hizo pública tal inclinación. En cualquier caso fue célibe toda su vida y tuvo una sensibilidad particularmente delicada que –sin querer caer en ningún género de difamación– hace factible tal inclinación.

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