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A 70 años de Auschwitz

El pasado 27 de enero se cumplieron 70 años de que soldados rusos liberaron el campo de concentración alemán de Auschwitz. A 70 años de distancia todavía quedan algunos sobrevivientes empeñados en que el mundo no olvide rápidamente la inmensidad de la tragedia sufrida.

A 70 años no se extinguido completamente el “virus antisemita”: muchas personas continúan rechazando a los judíos por motivos diversos, desde la cuestión palestina a los lugares comunes de que controlan los medios de comunicación y las finanzas mundiales.

Es comprensible ese empeño en mantener la memoria del Holocausto; los hombres olvidamos demasiado rápido, más en esta civilización de la hipercomunicación, y corremos el riesgo de volver a cometer los mismos errores. De hecho lo estamos haciendo. Auschwitz e Hiroshima se configuran como dos ejemplos de la monstruosidad a la que puede llegar el corazón humano o, como diría Hannah Arendt, “de la banalidad del mal”. Da vértigo la capacidad de mal que anida en el corazón humano, y da tristeza ver que es persistente. A 70 años de Auschwitz no hemos aprendido la lección.

Es verdad que ahora los judíos saben defenderse mejor que nadie en el mundo. Su armamento, su ejército, su servicio secreto en este sentido son inmejorables. También es cierto que siguen siendo, de vez en cuando, diana de ataques terroristas, como los recientes de Francia. Sin embargo persiste la maldad del corazón humano, su ceguera y su banalidad. En Irak, Siria y Nigeria vemos cómo se desprecia la vida humana; la violencia causada por el narco también lo muestra con una triste cotidianidad, a la que ya nos hemos mal acostumbrado.

La ideología nazi se caracterizó, entre otras cosas, por el empeño consciente y perfectamente planeado de exterminar a un pueblo. No ha sido ni el primer ni el último genocidio de la humanidad: baste pensar en cómo los turcos intentaron exterminar a los armenios, la limpieza étnica en los Balcanes o en el genocidio de Ruanda, pero el Holocausto ha sido el mejor perpetrado, el más fríamente calculado, el ideológica y fanáticamente justificado.

Si bien ahora, también como fruto de esa triste realidad, los judíos tienen “el sartén por el mango”, y “ya no se dejan”, también es cierto que continúan generando bastantes anticuerpos. No en vano son, y lo seguirán siendo aunque a muchos les pese, el “Pueblo Elegido”, es decir, no tienen la posibilidad de mantener un “perfil bajo”; sus 3,800 años de historia, la mayor parte de ellos sin gozar de una tierra propia, se lo impiden. Son y seguirán siendo un signo de que Dios está presente en la historia; los hombres con nuestra libertad tejemos la trama de la historia, pero aunque queramos no podemos eliminar de ella al Creador y el pueblo judío es un testimonio vivo de ello. El empeño por eliminarlo de la faz de la Tierra ha sido a su vez una señal de que no sólo Dios está presente en la historia, también está presente y actuante un principio del mal que busca acabar con todo lo que es de Dios, sin conseguirlo.

Quizá el genocidio que en el pasado se perpetró contra los judíos, como pueblo de Dios, ahora se ensaña contra la vida humana, también valiosa para Dios. El genocidio silencioso del aborto, y el menos masivo pero igualmente real de la eutanasia, vienen ahora a ocupar su lugar. Al fin y al cabo el hecho es el mismo: unos hombres deciden arbitrariamente qué vidas merecen ser vividas y cuáles no.

En este sentido, el empeño por mantener la memoria del Holocausto va más allá de la protección del pueblo judío en el futuro: viene a recordarnos que el mal está siempre vivo y operante en nuestro mundo, en nuestra historia, y que no debemos minusvalorar nuestra triste capacidad de dejarnos enceguecer por él; todo un pueblo se dejó, ahora parece hacerlo una civilización entera.

Sin un punto de vista trascendente, sin descubrir la mano de Dios en nuestro mundo y en nuestra historia, toda nuestra capacidad científica y técnica puede utilizarse, una vez más, para autodestruirnos.

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