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El sentido de la Navidad

Un alegre copo de nieve con un gorro estilo Santa Claus era el motivo elegido por cierta empresa para enviar como tarjeta de Navidad a sus clientes. Un directivo, buen cristiano, habló con los responsables del proyecto, explicándoles claramente que no venía al caso: ni hay nieve en la mayor parte del país, ni se entiende lo que se está celebrando, el Nacimiento de Cristo. Le objetaron que al elegir ese modelo evitaba provocar molestias por motivos religiosos, a lo que respondió: en la Navidad celebramos el Nacimiento de Cristo y no otra cosa, y si a alguien le molesta, pues que no celebre. Finalmente consiguió cambiar ese modelo por otro, bastante más valioso –incluso artísticamente– que representa a la Sagrada Familia.

La anécdota anterior no es marginal, sino en realidad frecuente: nunca está de más volver a recordar cuál es el auténtico sentido de la Navidad, cuál es su valor, pues existe una fuerte tendencia a secuestrarla, convirtiéndola en una fiesta pagana, o por lo menos consumista, en una vacía celebración de la nada, donde al único que se rinde culto es al dinero.

¿Qué celebramos? El Nacimiento de Jesús, no otra cosa, y ¿quién es Jesús? El Hijo de Dios, que se ha hecho hombre para salvarnos. Es decir, aunque a alguno pueda pesarle, en realidad se trata de un evento de fe.

De hecho, como dice San Ambrosio: “Toda alma que cree concibe y genera al Verbo de Dios… y si hay una sola Madre de Cristo según la carne, según la fe, en cambio, Cristo es fruto de todos”.

La Navidad es probablemente la fiesta de la fe por excelencia, y aunque muchas personas quizá la han perdido o la tienen empolvada en algún rincón del alma, siempre, de algún modo, la conmemoración del Nacimiento de Jesús es la ocasión oportuna para remover esos recuerdos, o despertar la conciencia y elevar la mirada hacia Dios y su plan salvífico.

¿Cómo celebrarla bien? Puede ilustrarlo una emotiva anécdota.

Precisamente ahora se cumplen 100 años de la tregua navideña que se verificó durante la Primera Guerra Mundial. Los ejércitos enemigos (alemán y británico), que el día anterior se disparaban en las trincheras de Ypres –y en otros lugares del frente–, durante la Navidad de 1914 no se limitaron a hacer un alto al fuego, sino que celebraron conjuntamente, cantaron, brindaron y hasta jugaron un partido de fútbol. Mostrando así que no habían perdido su humanidad, y que en realidad eran pobres instrumentos de una monstruosa maquinaria política que los sacrificaba por fines de poder; pero ellos, cada uno de los combatientes, en realidad no tenía nada en contra de sus semejantes.

La Navidad es el momento por excelencia para buscar, una vez más y contra todo desaliento pesimista, la paz, y todo lo que ella implica: la reconciliación, el perdón, el esfuerzo por olvidar las ofensas, por darle más peso a los buenos recuerdos que a los malos.

El Niño que nace en Belén es el Príncipe de la Paz, y así como el espíritu cristiano permitió a los soldados hacer una fiesta en medio de una horrible guerra, así nos impulsa ahora a trabajar sin desmayo por la paz, la reconciliación y el perdón. Sólo Dios sabe perdonar, pero Dios se ha hecho hombre también para enseñarnos a hacerlo.

¿Existe algún motivo, algún fundamento de tal actitud? La fe, basada en un hecho real, histórico, no un mito: Dios ha entrado a formar parte de la historia humana, el Eterno se ha hecho concreto, tangible (de ahí la licitud de representarlo); no se ha “puesto un disfraz” que después se ha quitado, sino que ha compartido la suerte del hombre hasta el final, mostrándonos así que pese a la dureza y oscuridad que tantas veces envuelve el corazón humano, queda espacio para la esperanza porque Dios no nos abandona; por el contrario, nos acompaña, comparte nuestra suerte y nos muestra la grandeza a la que gratuitamente estamos llamados.

Durante la Navidad todo un Dios se nos muestra como un Niño necesitado de cuidados, de afecto, para facilitarnos meter el corazón en nuestro trato con Él. Jesús prescinde de todo, menos de una familia, para que redescubramos su valor, la cuidemos, la valoremos y la defendamos, y para que lo amemos a Él amando a nuestra familia. Amor tangible y concreto que nos empuja a hacer amable la convivencia, realizar obras de servicio, y a fomentar todo lo que nos ayude no a dar lo que nos sobra, sino a darnos a nosotros mismos, como hizo Dios mismo en Belén.

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