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Irlanda la muerte y la depresión

Hay que reconocerlo. Para muchos de los que luchamos por la vida, contemplar impotentes cómo, quien antaño fuera un bastión de la vida y la familia, en este caso de Irlanda, abraza la cultura de la muerte, no podía sino producir una profunda depresión. En efecto, la sensación de frustración, fracaso e impotencia después del referéndum que el pasado 25 de mayo dio vía libre al aborto en el país verde fue muy grande. El desaliento de comprobar cómo todos los esfuerzos, las razones, las argumentaciones fueron vanos y constatar cómo la prepotencia de los grandes capitales horada los valores y principios acrisolados a lo largo de siglos resulta deprimente. Incluso ser testigos de la forma en que George Soros financió la campaña a favor del aborto, y que a pesar de su injusta intromisión en la política interna de un país tuvo éxito, conduce a cuestionarse si vale la pena seguir luchando en defensa de la vida.

Obviamente no es verdad. Siempre sigue siendo válida la consideración de que en los momentos de depresión y abatimiento no es oportuno tomar decisiones. O, cambiando de símil, si en la pelea le dan a uno un golpe y baja la guardia, le dan otros cinco. No podemos dejar de dar la batalla por la vida, aunque sea para no ponérselo fácil a quienes se empeñan en instaurar, de forma suicida, la cultura de la muerte. Una vida es una vida, no se puede medir su valor, y aunque sea porque se retrase la puesta en práctica de una ley abortista, o se limiten sus consecuencias negativas, vale la pena hacer el esfuerzo, pues en el inter pueden venir al mundo, fruto de ese empeño en apariencia infructuoso, personas como Cristiano Ronaldo, Chespirito, Andrea Bocelli, Céline Dion, Steve Jobs o incontables más que se han salvado de un aborto, y aunque no han pasado a la historia, su vida es igualmente invaluable.

De todas formas, para esos momentos oscuros donde la tentación del desaliento acecha con mayor crudeza, son más que oportunas las reflexiones de Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi: 

“Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza. Es importante sin embargo saber que yo todavía puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o para el momento histórico que estoy viviendo. Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar. Ciertamente, no «podemos construir» el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza” (n. 35).

Es decir, desde una perspectiva de fe, más allá de constatar que siempre vale la pena y es necesario dar la batalla por la vida, sabemos que nuestra esperanza, el mundo y la historia en general están en manos de Alguien que es más grande, cuyos planes no terminamos de comprender, pero en los cuales, misteriosamente, tenemos la posibilidad de participar. Indudablemente, siempre que peleamos la batalla por la vida, aunque en apariencia esté perdida, nos convertimos en pregoneros del “evangelio de la vida”.

Ser portavoces de ese evangelio va mucho más allá de conseguir leyes que protejan la persona humana. Esas leyes y la cultura que generan son importantes, pero más importante aún es la labor capilar de hacer tomar conciencia, a cada mujer y a cada hombre, del carácter único e invaluable, del don que supone toda vida humana. En este sentido, aunque la leyes permitan el aborto, si no se practica se vuelven “letra muerta”, como también son “letra muerte” las leyes que lo penalizan, si muchas personas lo practican en la clandestinidad.

Si la mayoría de la gente acoge la cultura de la muerte, uno a uno debemos anunciarles el evangelio de la vida. Muchos harán oídos sordos por su actitud cerrada y fanática, otros entenderán. Dios, con nuestro pobre empeño sabrá hacer cosas grandes, aunque a veces no nos demos cuenta del cuándo o el cómo.

 

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