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Película “Silencio”, de Martin Scorsese

La reciente película “Silencio”, de Martin Scorsese, ha dado mucho de qué hablar. Existen todo tipo de opiniones: desde las críticas, como la de Robert Barron, obispo auxiliar de Los Ángeles, de perfil intelectual, hasta las elogiosas, como la de Juan Manuel de Prada, publicada en L’Osservatore Romano, el periódico de la Santa Sede. Todas reconocen la calidad artística de la obra, siendo muchas de ellas realizadas por católicos.

La película es una obra de arte, y como tal está viva y abierta a múltiples interpretaciones. No se puede, en consecuencia, dar por zanjada la cuestión. Es de agradecer que vuelvan a recogerse temas profundamente cristianos en la gran pantalla, pues recientemente sólo se llevaban al cine escándalos eclesiásticos o ficciones críticas respecto de la Iglesia. “Silencio” trae a la memoria la epopeya de los “Kakure Kirishitans” (cristianos ocultos) y la sangrienta persecución religiosa acaecida en Japón durante el siglo XVII. Es decir, se trata de un filme donde los cristianos son buenos, inocentes, heroicos en ocasiones, y al mismo tiempo, no se trata de una película moralizante, apologética o de propaganda.

Aborda con gran maestría temas profundamente humanos, algunos de candente actualidad. Recrea magistralmente la crisis de fe de dos sacerdotes jesuitas, pero no constituye una apología de la apostasía. Plantea el tema del relativismo religioso, haciendo ver a la religión como un fenómeno puramente cultural, relativo a cada pueblo y su historia, visión que se enfrenta con la pretensión de universalidad del cristianismo, y más allá de él, de la universalidad de la verdad.

Describe a un tiempo la heroicidad de los mártires junto con la flaqueza de algunos cristianos, la cual raya en lo tragicómico en el personaje de Kichijiro, que apostata una y otra vez por cobardía, traiciona al Padre Rodrigues, volviendo siempre arrepentido a confesarse con él. Es el prototipo del cristiano débil. No cae así en un fácil maniqueísmo ajeno a la realidad; por el contrario, la describe con su riqueza y dramaticidad.

¿De dónde viene la incomodidad para algunas personas con fe? Los dos protagonistas principales son apóstatas, o por lo menos, abandonan públicamente su fe, aunque deja entender que siguen siendo fieles a Jesucristo en el fondo de su conciencia. No lo hacen por temor al martirio, por el contrario, se muestran dispuestos a recibirlo, pero como bien les explica “el Inquisidor”, los japoneses ya han aprendido la lección. No quieren mártires sino apóstatas. Para ello recurren al tormento psicológico, en vez de torturarlos a ellos, hacen sufrir lo indecible a los cristianos sencillos. Sólo su apostasía terminará con el sufrimiento de esos campesinos. Al final, toman la decisión más difícil y dolorosa para ellos: abjuran de su fe para terminar con el tormento de los inocentes, suponiendo que Jesús haría eso en su lugar.

El tema es tremendo: una fidelidad al espíritu de Jesús que se encarna en la infidelidad a su doctrina. Una fidelidad interna que contrasta con el abandono externo, con el resultado previsible para ambos sacerdotes: un sentimiento de desolación moral, reconocer que esa prueba no la podían superar, la zozobra y la inquietud de no haber elegido el camino adecuado, el temor de ser en realidad cobardes. La ruptura interior por haber actuado, conscientemente, contra la moral católica, pensando que hacerlo era exigencia de la caridad.

Ahora bien, este tema profundo y serio tiene un contexto. Como diría el Cardenal Sarah: “mientras los cristianos mueren por su fe y su fidelidad a Jesús [en África y Oriente Medio], en Occidente algunos hombres de Iglesia intentan reducir al mínimo las exigencias del Evangelio”. Quizá la película expresa también la incapacidad del cristiano occidental tibio para comprender la radicalidad de las exigencias evangélicas: la renuncia, el sacrificio, el dolor y la muerte. Exigencias que sí entienden los mártires de la película o los mártires actuales víctimas del Estado Islámico, ¡tantas veces los fieles tienen más fe que sus pastores!

Por otra parte, la realidad actual desmiente el peligro del relativismo. Japón no es un país católico, pero hay medio millón de católicos japoneses, han tenido dos primeros ministros católicos y varios cardenales. Es decir, el cristianismo sí ha podido encarnarse en su cultura; la verdad no es relativa, sino que se impone, no por la fuerza, sino por su propia convicción, a pesar de la persecución. En efecto, los Kakure Kirishitans mantuvieron oculta su fe sin sacerdotes más de doscientos años, hasta ser redescubiertos en 1865 por el padre Petitjean.

 

 

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