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Caminemos juntos como discípulos y misioneros

Cien años de Fátima

El 13 de mayo de este año se cumplirán 100 años de las apariciones de la Virgen que tuvieron lugar en Fátima, Portugal, de mayo a octubre de 1917.

Con la perspectiva de un siglo, con dos de los videntes beatificados y la última ya desde hace tiempo en la casa del Padre, podemos conseguir una mirada retrospectiva y una reflexión desapasionada, con el sosiego que otorga la distancia, sobre el significado de esos hechos, su sentido y relevancia histórica. Es decir, puede ser el momento oportuno para elaborar una teología de la historia con base a lo sucedido en Fátima.

Muchas son las consideraciones que se podrían aducir. Sin tener una pretensión exhaustiva ni ordenada, ofrezco las siguientes, que considero especialmente valiosas y oportunas para el momento histórico que nos toca vivir.

En la actualidad la ciencia goza de un gran prestigio, los avances científicos nos dan seguridad y confianza, considerando hasta cierto punto que estamos condenados a progresar, pues el avance científico-tecnológico parece imparable. Por ello, podemos desconfiar un poco de aquellas realidades que la ciencia no puede explicar, hasta el punto de negarlas en casos extremos.

Es lo que sucede frecuentemente con el milagro. Al no ser susceptible de explicación científica, se opta por el rápido expediente de negarlo, o de admitirlo hasta donde una supuesta explicación pseudocientífica pueda dar de sí.

Fátima fue un continuo milagro. Milagro que quedó refrendado por el “milagro del sol”, visto por más de diez mil personas. Testimoniado por periodistas ateos presentes, que buscaban desmitificar los hechos y evidenciar la ignorancia y credulidad de la gente. Los testimonios están allí. Rápidamente se buscaron explicaciones: alucinación colectiva, efecto de ver al sol directamente por largo tiempo, etc. Pero esas explicaciones son insuficientes al no poder dar razón de cómo lo vieron también personas alejadas, que no acudieron al evento y, sobre todo, una alucinación no seca la tierra ni cambia el clima. La tierra empapada por días de lluvia, al concluir el milagro del sol estaba completamente seca.

Fátima nos interpela, a cien años de distancia, recordándonos que la realidad no se agota en lo que podemos medir y tocar, descorriendo un poco la cortina para asomarnos, aunque sea breves instantes, a otra realidad diferente que desafía nuestra racionalidad científico-matemática. Aceptar tal mensaje nos vacuna del orgullo inherente a pensar que somos la medida de toda la realidad y nos ayuda a acercarnos humildemente a otras dimensiones de la misma.

A cien años de distancia, con los textos de los famosos “secretos” publicados y con una interpretación oficial de la Iglesia, el mensaje de Fátima es también profundamente esperanzador. Aunque en 1917 vaticinó terribles hechos, inimaginables en ese momento: la Segunda Guerra Mundial, el Comunismo y el atentado contra un Papa acompañado del testimonio de multitud de mártires, también señaló que el dolor y el sufrimiento no tendrían la última palabra, pues “al final mi Corazón Inmaculado vencerá”.

Así, hemos visto a un comunismo prepotente desmoronarse de la nada, como las murallas de Jericó. El comunismo, que según Zbigniew Brzezinski cobró 60 millones de muertes, mientras que según Stéphane Courtoi fueron casi 100 millones, siendo sin duda el error humano más caro de la historia, ya es cosa del pasado.

La Consagración del Mundo al Corazón Inmaculado hecha por san Juan Pablo II fructificó, y ahora, paradójicamente, es precisamente Rusia quien defiende la familia formada por un hombre y una mujer, o a los cristianos perseguidos en Oriente Medio.

En medio de tanto dolor profetizado, causado por la dureza del corazón humano y su empeño en alejarse de Dios, Fátima nos recuerda que Dios en su Providencia no abandona al hombre y al mundo en la abyección del pecado. Al contrario, interviene sutil, misteriosa, pero realmente en la historia, de forma que, respetando delicadamente la libertad de las personas, la conduce, sin embargo, en una dirección. Sin violentar nuestra libertad, la Misericordia de Dios pone un límite a nuestra capacidad de hacer el mal.

Sin dejar de ser los protagonistas de la realidad, no somos los únicos que intervienen, y por ello hay espacio para la esperanza, aun en los momentos de mayor oscuridad.

La mano de María no suelta a la humanidad, y a veces la dirige, como desvió la bala apuntada al corazón de San Juan Pablo II. No estamos abandonados a nuestra suerte, pues María interviene maternalmente en la historia para conducirla hacia la plenitud en su Hijo Jesucristo.

 

 

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